Que no se te olvide nunca,
la mazmorra de tu ser
que alguna vez tu perfil refleja.
El amoratado y vil tono
que se te asoma en las mejillas,
que se te insinúa en la superficie.
El blanco puro de tus ojos,
que no resiste demasiado verse,
que teme a la turbiedad que tuvo.
Hay un pequeño averno, al que sólo se llega
a través de un imperceptible orificio,
que es del alma y nunca cierra.
El camino es de zozobra,
con sabor de revancha y trampa.
Es el anuncio de la obscena fealdad que espera.
La fealdad de la galería del despojo,
cementerio con todas las tumbas abiertas.
Vuelven a hacer sangrar esos espejos,
hace mucho destrozados.
Aún al no ponerle nombre ni rostro
a ninguno de esos cadáveres podridos
ocultará su hedor que nunca termina de extinguirse.
Y al voltear al mundo, hay estupendo brillo,
La mañana y el día, sonríen inocentes.
Es la superficie que como la tuya,
sólo al abismo tapa.
En un descanso en los escalones, a media jornada,
la pesadilla asalta, por el ir muriendo,
por el seguir estando enfermo,
porque no hubo una cura que sirviera
y nada oculta ese olvido torpe.
Y el afán por buscar el agua
se ve transformado (y nada más es fiasco).
Y el mundo ante tus ojos,
sea al igual que siempre: repugnante.
Y detrás de tu pupila
sólo esté la sombra
de ese putrefacto espesor de angustia.
Arroja agua helada
sobre ese amoratado guiño
que leve tu piel sombrea
para salir al blanco:
a la mudez de la piedra.
viernes, 2 de abril de 2010
Suscribirse a:
Entradas (Atom)